Efectos del fuego en el recurso suelo.

Pablo A. García-Chevesich, Ph. D., Department of Agricultural and Biosystems Engineering, Universidad de Arizona.

Cada año se pierden miles de hectáreas de suelo debido a los incendios forestales, de forma que los dueños de los montes se ven obligados a efectuar labores de rehabilitación y  reforestación en los terrenos afectados. Pero en ocasiones los profesionales encargados de estas actuaciones desconocen ciertos fenómenos fundamentales para una adecuada toma de decisiones con respecto al manejo del recurso suelo. Con el fin de contribuir a la conservación de los suelos forestales, el autor ha redactado una revisión bibliográfica del tema.

EL FENÓMENO DE LA COMBUSTIÓN.
La combustión es un proceso físico-químico que ocurre rápidamente, por lo general referido como fuego, que se puede definir como lo opuesto al proceso de fotosíntesis (DeBano & al., 1998). La fotosíntesis es el proceso mediante el cual las plantas absorben dióxido de carbono (CO2) desde la atmósfera y agua (H2O) desde las raíces, que combinados con energía solar producen madera (lignina, celulosa y hemicelulosa, esta última en cantidades menores), la cual contiene glucosa (C6H12O6), y liberan oxígeno (O2) al medioambiente. Así, cuando se quema madera se está revirtiendo la fotosíntesis, pues la combustión utiliza O2 y descompone dicha molécula, liberando energía calórica, CO2 y vapor de agua, entre otros. En la creación y destrucción de la glucosa, el proceso es el siguiente:
Fotosíntesis: CO2 + H2O + Energía solar
Combustión: C6H12O6 + O2 + Energía calórica (1)

Analizando la ecuación 1, se puede deducir que para que exista combustión solo se necesitan tres componentes: combustible, oxígeno y calor. La ausencia de cualquiera de estos componentes se traduce en la inexistencia de la combustión (DeBano & al., 1998). Dichos componentes fundamentales conforman el conocido triángulo de ignición (Figura 1). Quienes combaten los incendios forestales a menudo utilizan técnicas como la construcción de cortafuegos, pues así el incendio alcanza un punto en que ya no existe más combustible que quemar, extinguiéndose. Del mismo modo, si se utiliza un extintor de incendios, lo que se hace es dirigir un chorro libre de oxígeno hacia el fuego. Si se aplica agua sobre una fogata, esta se apagará debido a la disminución espontánea de la temperatura, hecho que imposibilita la combustión.

La intensidad de un incendio se refiere a la temperatura que este llega a alcanzar. Por otro lado, su gravedad se relaciona con el daño causado, en términos económicos, sociales y ecológicos (DeBano & al., 1998). Sin embargo, la intensidad y gravedad de un incendio están en directa relación con los combustibles disponibles, su disposición espacial y su contenido de humedad.

Sin embargo, para que se inicie el fuego deben cumplirse una serie de prerrequisitos o etapas (DeBano & al., 1998). La primera etapa, la preignición, es la acción que ejerce el calor para evaporar la humedad que pueda estar presente en la madera. Dicha etapa comienza a ser efectiva cuando la temperatura sobrepasa los 100 °C. La presencia de humedad en la madera impide que la temperatura alcance niveles suficientes como para que se inicie la combustión. Una vez seca la madera, la temperatura comienza a aumentar, sobrepasando los 280 °C, para dar paso a la segunda etapa (pirolisis), en la cual comienzan a descomponerse los compuestos más inestables de la madera, principalmente la celulosa (C6H10O5), debido a la estructura lineal inestable que esta presenta. Dicho proceso da origen a la liberación de H2O (vapor de agua), CO2 y una serie de gases inflamables como metano (CH4), etano (C2H6), propano (C3H8), formaldehído (H2C=O), ácido fórmico [H-COOH(CH2O2)], metanol (CH3OH), monóxido de carbono (CO) e hidrógeno (H). De este modo, a medida que la temperatura continúa ascendiendo, dichos gases inflamables se encienden al alcanzar los 325 °C, dando lugar a las llamas. La aparición de las llamas representa la tercera etapa del proceso, denominada combustión. La totalidad de los gases inflamables están constituidos por C, H u O, pues estos provienen de la descomposición de la celulosa.

Una vez que todos los gases volátiles provenientes de la celulosa se agotan, comienza a ocurrir una combustión lenta, producto de la descomposición de la lignina. La lignina [C9H10O2 (OCH3)n] es el componente principal de la madera, y está constituida por una estructura molecular más firme que la de la celulosa, lo que significa que para romperla se necesita una mayor temperatura. El proceso de descomposición química de la lignina se denomina combustión lenta y es el responsable de la formación de brasas. Cuando el combustible disponible se agota, se extingue el fuego, quedando solo materiales no inflamables sobrantes, es decir, cenizas (DeBano & al., 1998). De ahí el conocido dicho referente a los sentimientos que perduran en el tiempo: “Donde fuego hubo, cenizas quedan”.

EL COMPORTAMIENTO DEL FUEGO
Las palabras intensidad y gravedad  de un incendio son términos relacionados, aunque distintos. La intensidad de un incendio se refiere a la temperatura que este llega a alcanzar. Por otro lado, su gravedad se relaciona con el daño causado, en términos económicos, sociales y ecológicos (DeBano & al., 1998). Sin embargo, la intensidad y gravedad de un incendio están en directa relación con los combustibles disponibles, su disposición espacial y su contenido de humedad. Por esta razón, antes de efectuar cualquier quema controlada se debe tener una idea del combustible disponible, así como de las condiciones ambientales del momento (humedad relativa y temperatura), con el fin de minimizar el daño que dicha actividad pueda causar.

Para evitar catástrofes y minimizar la erosión postfuego, es necesario estimar el tipo y la cantidad de combustibles antes de efectuar una quema controlada. El procedimiento más adecuado es mediante inventarios de combustible, que consisten en muestreos aleatorios de la cantidad de combustibles muy finos, finos, gruesos y muy gruesos (Tabla 1) en transectos de longitud variable, según el grosor en cuestión, para después estimar la cantidad total mediante métodos estadísticos y ecuaciones predeterminadas (Brown & Davis, 1973; Sackett, 1979). Sin embargo, es importante establecer ajustes de acuerdo al tipo de ecosistema a muestrear.

En cuanto a la capacidad de generación de calor, los combustibles se clasifican en varias categorías. Así, existen combustibles vivos y muertos, que tendrán un distinto comportamiento en el momento de exponerse a altas temperaturas. Es probable que el combustible vivo se demore más en encender, pues aún deberá secarse mediante el proceso de preignición antes mencionado. En general, la variable que determina el comportamiento de un combustible frente al fuego es, sin considerar la humedad, su grosor. La Tabla 1 detalla el tiempo en que los combustibles arden según el grosor. Besándose en estos datos se puede concluir que cuanto más grueso el material a quemar, más tiempo arderá este, por lo que será mayor el daño causado por el incendio.

Existen ciertas características de los combustibles que determinan la capacidad calórica disponible y alteran el comportamiento del fuego. La disposición espacial influye fuertemente en la aireación entre combustibles. Por otro lado, la composición química (aceites, resinas) también afecta a la inflamabilidad del material vegetal (Whelan, 1995).

Se debe tener en cuenta que existen combustibles localizados en las copas de los árboles, dispuestos sobre la superficie del suelo y bajo esta (DeBano & al., 1998). Los incendios pueden desarrollarse de cuatro maneras básicas: (1) superficial, (2) subterránea, (3) en copas o (4) sus combinaciones. Los incendios superficiales (Figura 2, izquierda) son los más adecuados para quemas controladas, pues arden rápidamente y no se traspasan a las copas de los árboles. De ser así, se hablaría de un incendio o fuego de copas (Figura 2, derecha) y significaría un gran daño ecosistémico, pues son incendios en los cuales el fuego se traspasa de copa en copa rápidamente, siendo muy difícil el establecimiento de un cortafuego o un contrafuego. Una vez extinguido el incendio, es común observar incendios subterráneos (Figura 3), que consisten en combustiones lentas que consumen poco a poco las raíces de los árboles (o cualquier otro material vegetal) hasta eliminarlas por completo (DeBano & al., 1998).

ECOLOGÍA DEL FUEGO
Pese a su mala reputación, el fuego forma parte de la mayoría de los ecosistemas naturales terrestres del planeta. Básicamente, existen dos tipos de especies forestales: las tolerantes y las intolerantes. Las especies tolerantes son aquellas que necesitan sombra para germinar y crecer: son “tolerantes” a la sombra. Las especies intolerantes, por el contrario, necesitan sol para germinar y crecer. Sin embargo, cuando ambos tipos forestales se encuentran viviendo en un mismo lugar, compiten entre sí, unas por la luz y las otras por la sombra. Así, las especies intolerantes tratan de desplazar a las tolerantes mediante la acumulación excesiva de combustibles finos, dispuestos de tal manera que el aire pueda circular entre estos. Así, gracias a la ignición producida por los rayos, el combustible arde, eliminando la parte aérea de las especies tolerantes. Por lo general, las especies intolerantes poseen ciertas adaptaciones que les permiten sobrevivir al paso del fuego. Algunas de estas adaptaciones son: cortezas gruesas, autopodas, conos serotinos, raíces pivotantes, cutículas gruesas, etc. No obstante, las especies tolerantes comúnmente rebrotan de cepa, por lo que el fuego no las mata, sino que detiene su crecimiento (Wright & Bailey, 1982; DeBano & al., 1998). La situación se explica esquemáticamente en la Figura 4.

Debido a que el equilibrio natural de las especies se ha dado en buena medida y en determinados climas gracias a la presencia del fuego, una vez que se eliminan los incendios se alteran enormemente los ecosistemas. Durante mucho tiempo se pensó que el fuego era nocivo para los ecosistemas y se adoptó una política de extinguir todo incendio lo antes posible. Así, se crearon personajes como el Oso Fumarola en los Estados Unidos, y Forestín en Chile, entre otros. Sin embargo, las especies intolerantes continuaron tratando de acumular la mayor cantidad de combustibles para provocar un incendio y retener a las amenazantes especies tolerantes. Pese a las adaptaciones al fuego que las especies intolerantes poseen, cuando se produce un incendio sobre una gran cantidad de combustible acumulado durante décadas, nada puede sobrevivir: el ecosistema muere.

Hoy en día, algunos gobiernos y determinadas ONG están tratando de recuperar los ecosistemas mediante la reincorporación del fuego. La mayor parte de los estudios en los que se basan estas actuaciones han utilizado la dendrocronología para determinar los regímenes de fuego de cada ecosistema (Figura 5), pues los incendios producen heridas en algunos árboles. De este modo, se pueden reconstruir dichos regímenes y recuperar los ecosistemas. Sin embargo, el mayor problema radica en la utilización de especies  introducidas de carácter pirófito.

EFECTOS DEL FUEGO EN EL RECURSO SUELO
Los efectos del fuego en las propiedades físicas, químicas y biológicas del suelo son muy complejos. Sin embargo, dado el título de este artículo, es importante profundizar en los efectos del fuego sobre las propiedades físicas del medio edáfico, incluyendo variables como estructura, porosidad, textura, retención de agua e infiltración (DeBano & al., 1998).

Estructura
La estructura del suelo es el resultado de la agregación de sus partículas minerales a través de la materia orgánica. En la parte superior del suelo mineral, horizonte A, la materia orgánica asume un papel preponderante en la estructura del medio edáfico. Por otro lado, en el horizonte B la estructura del suelo depende sobre todo de la presencia y el tipo de arcillas.
El fuego puede afectar tanto al contenido de arcillas como a la materia orgánica del suelo, aunque en formas diferentes (DeBano & al., 1998). Las arcillas no son generalmente afectadas en un incendio, debido a que pueden tolerar altas temperaturas (hasta 460 °C) antes de alterarse irreversiblemente (Giovannini & al., 1988). Además, el porcentaje de arcillas en los primeros centímetros de profundidad del suelo tiende a ser menos del 5 % (DeBano & al., 1998). Sin embargo, cuando las arcillas están presentes, las mayores proporciones se encuentran en el horizonte B, lo que se traduce en que estas podrían ser afectadas por el fuego solo en ausencia del horizonte A, y siempre y cuando el fuego sea de alta intensidad.
Como ya se mencionó, el fuego afecta a la materia orgánica en forma diferente a las arcillas. Esto se debe a que la destrucción de la materia orgánica ocurre a temperaturas más bajas (200 °C), completando su destrucción a los 500 °C. Además, la materia orgánica se concentra en los primeros centímetros del suelo (horizonte A), donde las temperaturas son más elevadas en un incendio debido a la radiación proveniente de la combustión de material superficial (DeBano & al., 1998). Así, cambios en la materia orgánica pueden ocurrir inclusive en incendios de baja intensidad. Sin embargo, la destrucción de la materia orgánica puede ser beneficiosa para las plantas, ya que los nutrientes quedan disponibles para ser absorbidos por las mismas.
La duración de los efectos del fuego en la estructura del suelo puede variar entre un año y muchas décadas, dependiendo de la gravedad del incendio, de la vegetación superviviente, del uso de la tierra y de las actividades de mitigación (DeBano & al, 1998).

Porosidad
Un suelo bien agregado presenta un balance equilibrado entre macroporos (>0,6mm) y microporos (<0,6mm) (Singer y Munns, 1996). Este equilibrio permite el transporte de agua y aire a través de los macroporos y la retención de agua por capilaridad en los microporos. Por esta razón, los macroporos ubicados en los primeros centímetros del suelo son cruciales para la infiltración del agua hacia los horizontes más profundos de este.
El fuego y sus altas temperaturas pueden destruir dicha propiedad del suelo, afectando a su porosidad total y a la proporción entre macroporos y microporos. En general, el fuego disminuye la cantidad de macroporos y aumenta la cantidad de microporos, lo cual acarrea consecuencias directas en la infiltración, produciendo más escorrentía superficial, lo que da lugar a ciertos procesos de erosión hídrica (DeBano & al., 1998).

Retención de agua
El agua es retenida en los poros del suelo por acción capilar. Cuanto más pequeño sea el poro, mayor será el espacio disponible para almacenar agua, pues más amplio resulta el espacio microporal. Los suelos arcillosos, con reducidos tamaños de poros, poseen una mayor capacidad de almacenamiento de agua para ser utilizada por las plantas. La materia orgánica también une las partículas de suelo en agregados, lo cual aumenta la capacidad de retención de agua del suelo. En conclusión, la pérdida de materia orgánica debido a grandes temperaturas tiene un efecto adverso en la capacidad de retención de agua de un suelo (DeBano & al., 1998), Así, si un suelo pierde su capacidad de retención de agua, también pierde su capacidad de mantener plantas, lo que se traduce en mayores tasas de erosión.

Repelencia al agua
La repelencia al agua es una propiedad física del suelo que se ve incrementada por los incendios (DeBano, 1981). Tras el paso del fuego, la repelencia al agua se manifiesta en una fina capa de grosor variable en la superficie o a algunos milímetros bajo el suelo mineral y paralela a aquella (DeBano, 1969).
DeBano (1981) describió una hipótesis de la formación de suelos hidrofóbicos, basada en experimentos efectuados en laboratorio y sobre el terreno. De acuerdo con dicha hipótesis, la materia orgánica proveniente de las plantas se acumula sobre la superficie del suelo durante los intervalos entre incendios (Figura 6, A). El calor producido en los incendios evapora las sustancias hidrofóbicas contenidas en la hojarasca, que se volatilizan y emigran con el humo. Sin embargo, la radiación producida por el fuego superficial empuja una parte de dichas sustancias hacia las profundidades del suelo, donde el ambiente es más frío (Figura 6, B). Existe una profundidad en la cual la temperatura es tal que las sustancias hidrofóbicas antes evaporadas se vuelven a condensar, formando una capa impermeable paralela a la superficie del suelo (Figura 6, C) (DeBano & al., 1998).
La formación de una capa hidrofóbica es una evidencia suficiente para afirmar que la temperatura sobre la superficie del suelo se mantuvo entre 176 y 204 °C, pues temperaturas menores no son suficientes como para que migren las  sustancias repelentes (DeBano, 1981), mientras que temperaturas superiores destruyen dichas sustancias (Savage, 1974; DeBano & al., 1976).
La profundidad de la capa hidrofóbica en relación con la superficie del suelo mineral, así como su espesor, son variables que se encuentran en función de muchos factores, descritos a continuación:
- La gravedad del incendio, aumentando la profundidad de la capa hidrofóbica con el grado de intensidad del fuego, a menos que haya sido tan fuerte como para destruir las sustancias repelentes (DeBano & al., 1976).
- Tipo y cantidad de materia orgánica depositada sobre la superficie del suelo, pues no todas las especies producen sustancias hidrofóbicas (DeBano & al., 1976).
- Textura del suelo, pues cuanto más grueso sea el material, más gruesa y profunda será la capa hidrofóbica (DeBano, 1981). Sin embargo, se ha visto que arcillas australianas también son capaces de formar suelos hidrofóbicos (McGhie & Posner, 1980).
- Contenido de humedad del suelo, pues esta regula las temperaturas dentro del sustrato edáfico (DeBano & al., 1976; Robichaud, 1996).
Para determinar la profundidad y grosor de la capa hidrofóbica producida por un incendio, por lo general se aplica el método de la gota de agua (Figura 7, izquierda), que consiste en despejar el suelo mineral y deposita a continuación cuidadosamente una gota de agua sobre su superficie, con el fin de documentar el tiempo que tarda en ser absorbida. Se despejan manualmente unos cuantos milímetros más y se vuelve a colocar otra gota de agua. El procedimiento se repite cuantas veces sea necesario, hasta determinar la profundidad (con respecto a la superficie del suelo mineral) y el grosor de la capa hidrofóbica formada, si la hubiese. Los criterios de clasificación del grado de hidrofobicidad más habitualmente utilizados, según la National Wildfire Coordinating Group, son: (1) repelencia leve: la gota de agua se infiltra en menos de 10 segundos; (2) repelencia moderada: la gota de agua tarda entre 10 y 40 segundos en infiltrarse; y (3) repelencia grave: la gota de agua tarda más de 40 segundos en infiltrarse.

EROSIÓN POSTFUEGO
Se sabe que la lluvia que cae sobre un suelo hidrofóbico infiltra hasta encontrarse con la capa impermeable, saturando el suelo ubicado sobre esta (Wells, 1981). A medida que la lluvia continúa, el agua llena los poros hasta saturar el suelo superficial permeable. Como consecuencia, el agua comienza a fluir, llevándose consigo gran parte del suelo ubicado sobre la capa hidrofóbica, pues la erosividad de todo suelo alcanza su punto más alto cuando se encuentra en estado de saturación (Morgan, 2005). Además, se producen zonas de falla entre la capa hidrofóbica incrementando aún más la erosión postfuego (DeBano & al., 1998).

Junto con los efectos catastróficos de las capas hidrofóbicas en la erosión de los horizontes más fértiles y valiosos del suelo (Figura 7, derecha), la presencia de dicha capa significa una nula infiltración. Esto se traduce en un aumento de la marchitez por parte de las nuevas plántulas establecidas después del incendio (DeBano & al., 1998). Además, las grandes escorrentías producidas erosionan las orillas de los cursos de agua ubicados más abajo en las cuencas (Figura 8). Finalmente, los sedimentos erosionados son acumulados en las secciones más planas de quebradas y ríos (Figura 19.9).

Uno de los ejemplos más notables de los efectos erosivos del fuego es el incendio ocurrido a mediados del siglo XIX en Mount Cardigan, New Hampshire (García-Chevesich, 2008). Dicho incendio arrasó los bosques ubicados en la cumbre del monte, permitiendo que la lluvia erosionara la totalidad del suelo que existía. Hoy en día, la roca madre aún se encuentra expuesta (Figura 10).

CONTROL DE LA EROSIÓN POSTFUEGO
Los efectos del fuego en la erosión se traducen en la alteración del ciclo hidrológico mediante los cambios producidos en la intercepción, la infiltración y la escorrentía. Por lo general, el control de erosión postfuego requiere un gran esfuerzo físico por parte del personal especializado, lo cual se traduce en elevados costos. Las medidas de control de erosión a aplicar están en función de qué componente del ciclo hidrológico se desea recuperar. Sin embargo, la experiencia enseña que lo mejor es tratar de mantener los acarreos en las pendientes, evitando las medidas de retención de sedimentos en quebradas y cursos de agua (Robichaud & al., 2000).

Si lo que se pretende es disminuir la erosión de impacto, se deberá proteger la superficie del suelo mediante la aplicación de una capa estabilizadora. Por lo general, se cubre el suelo homogéneamente con paja o algún tipo de rastrojo vegetal, aportado a mano o por medio de un helicóptero. También se utilizan mantas estabilizadoras, que solo se justifican en la protección de áreas pequeñas. Además de disminuir significativamente la erosión de impacto, la paja minimiza la pérdida de humedad (evaporación), así como la velocidad de las aguas de escorrentía (mediante la incorporación de obstáculos físicos que retardan la superficial). Las condiciones ambientales proporcionadas al suelo mediante la aplicación de paja son excelentes para el establecimiento de especies pioneras, así como la germinación de semillas provenientes de los árboles supervivientes, sobre todo debido a la disminución de pérdida de nutrientes en los procesos erosivos y a la mayor humedad contenida en el suelo (García-Chevesich, 2008).

De haberse formado una capa hidrofóbica, es imprescindible su rotura para disminuir la erosión y aumentar la infiltración, asegurando así el establecimiento de las plantas. Por lo general, la capa hidrofóbica se puede destruir mecánicamente mediante el uso de un subsolador simple, remolcado por bueyes o por maquinaria. También es factible su destrucción manual, utilizando herramientas adecuadas, en áreas donde el relieve imposibilita el uso de otros medios. Por otro lado, existen productos químicos que han probado ser eficientes en la desnaturalización de las sustancias hidrofóbicas (García-Chevesich, 2008).

Los efectos del fuego en la erosión se traducen en la alteración del ciclo hidrológico mediante los cambios producidos en la intercepción, la infiltración y la escorrentía. Por lo general, el control de erosión postfuego requiere un gran esfuerzo físico por parte del personal especializado, lo cual se traduce en elevados costos

La hidrosiembra es otro método utilizado en países desarrollados como control de la erosión postfuego. Debido a su elevado costo por unidad de superficie, la hidrosiembra se utiliza solo cuando el valor del área a proteger es muy alto, obteniéndose porcentajes de éxito bastante aceptables. Las nuevas tecnologías permiten que la hidrosiembra sea un método de control de erosión postfuego cada vez más aceptable en términos económicos (García-Chevesich, 2008).

Si el incendio en cuestión fue demasiado grave y los árboles remanentes no sobrevivieron, estos se pueden cortar, disponiendo los fustes de forma perpendicular a la pendiente. De este modo, la escorrentía super ficial se interrumpe y el sedimento se acumula ladera arriba de los troncos (García-Chevesich, 2008).

Un resultado similar se puede lograr con la instalación de rollos de contención o mallas de limo, métodos aún más efectivos, pues constituyen una barrera permeable más eficiente en la captura de sedimentos y en el posterior establecimiento de material vegetal. Además, es bastante común el aporte de semillas, que al germinar estabilizan la superficie. Sin embargo, se debe tener especial cuidado cuando se emplean especies extremadamente invasoras, que podrían causar importantes desequilibrios en los ecosistemas aledaños (García-Chevesich, 2008).

Debido al alto contenido de nutrientes disponible tras los incendios, es conveniente el uso de técnicas de estabilización de pendientes y bioingeniería como medidas de control de erosión postfuego. En general, cualquier vegetal leñoso que tenga la capacidad de rebrotar puede ser utilizado en dichas prácticas, siendo las empalizadas vivas las más utilizadas. Todo va a depender de las características climáticas del lugar incendiado y de los requerimientos hídricos de las especies a utilizar (García-Chevesich, 2008).

También es común la instalación de diques continuos en los cursos naturales de agua, siempre y cuando se establezcan antes de las primeras lluvias, pues la mayor parte del sedimento disponible se erosiona en los primeros dos eventos. Entre los materiales de construcción más utilizados se encuentran los sacos de arena, los gaviones, los fardos de paja y las mallas de limo (García-Chevesich, 2008).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

- Brown, A. & K. Davis (1973). Forest fire: control and use. McGraw-Hill. New York. 686 p.
- DeBano, L. (1969). Observations of water-repellent soils in western United States. In: DeBano, L & J. Letey (eds.). Proceedings of a conference on water repellent soils. Pp. 17-29. California.
- DeBano, L. (1981). Water repellent soils: a state-of-the-art. USDA Forest Service. General Technical Report PSW-46.
- DeBano, L., S. Savage & D. Hamilton (1976). The transfer of heat and hydrophobic substances during burning. Soil Science Society of America Journal 40: 779-782.
- DeBano, L., D. Neary & P. Folliott (1998). Fire’s effects on ecosystems. John Wiley and Sons. New York. 333 p.
- García-Chevesich, P. (2008). Procesos y control de la erosión. Outskirts Press. Denver. 274 p.
- Giovannini, G., S. Lucchesi & M. Giachetti (1988). Effect of heating on some physical and chemical parameters related to soil aggregation and erodibility. Soil Science 146: 255-262.
- Martin L., K. Suguio & J. Flexor. 1979. Le Quaternaire marin du littoral brésilien entre Cananéia (SP) et Barra de Guaratiba (RJ). In: International Symposium on Coastal Evolution in the Quaternary. São Paulo. Proceedings. Pp. 296-331.
- McGhie, D. & A. Posner (1980). Water repellence of a heavy-textured western Australian surface soil. Australian Journal of Soil Research 18: 309-323.
- Morgan, R. (2005). Soil erosion and conservation. National Soil Resources Institute. Cranfield University. Blackwell Science Ltd. Oxford. 304 p.
- Robichaud, P. (1996). Spatially-varied erosion potential from harvested hillslopes after prescribed fire in the interior northwest. Tesis doctoral. University of Idaho.
- Robichaud, P., J. Beyers & D. Neary (2000). Evaluating the effectiveness of post-fire rehabilitation treatments. General Technical Report RMRS-GTR-63. Fort Collins, USDA Forest Service. Rocky Mountain Research Station. 85 p.
- Sackett, S. (1979). Natural fuel loadings in ponderosa pine and mixed conifer forests of the Southwest.USDA Forest Service. Research Pa-per RM-213. Rocky Mountain Forest and Range Experiment Station. Fort Collins. 10 p.
- Savage, S. (1974). Mechanism of fire-induced water repellency in soils. Soil Science Society of America Proceedings 38: 652-657.
- Singer, M. & D. Munns (1996). Soils: an introduction. Prentice Hall. Upper Saddle River. 473 p.
- Wells, W. (1981). Erosion and sediment transport in Pacific Rim steeplands. IASH Publication No. 132. Christchurch. Pp. 305-342.
- Wright, H. & A. Bailey (1982). Fire ecology. John Wiley and Sons. New York. 501 p.

 

Artículo completo con fotografías (páginas de la revista) “Colaboraciones Técnicas: Efectos del fuego en el recurso suelo.”
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