Patagonia argentina: jardines del fin del mundo.

José Luis Lisbona Gil, Psicólogo y educador ambiental.

PARQUE NACIONAL NAHUEL HUAPI.
La Modesta Victoria acaba de rozar con su elegante proa las arenas de la isla Victoria, en el Parque Nacional Nahuel Huapi. La suya es una escala intermedia en nuestra travesía del inmenso lago que da nombre al parque y que va a permitirnos acceder a este recinto insular de insólita vegetación, muy distinta del verde cinturón de especies patagónicas que predominan en las ahora distantes orillas de donde zarpamos. A muy pocos metros del pantalán ancla sus raíces una descomunal secuoya (Sequoiadendron giganteum), vigía de cuantos viajeros arriban a la isla. Ésta -de forma alargada, tiene 20 km de norte a sur y una anchura máxima de 4 km- alberga una gran cantidad de especies autóctonas y foráneas en sus 31 km2. Su punto culminante
es Cerro Quemado, de 1.030 m de altitud, a 260 m de cota sobre la superficie del lago. Allá por los albores del siglo XX llega a estos remotos parajes un personaje singular cargado de ideas novedosas. Seducido sin duda por cuanto descubría, pero quizá ahíto de la salvaje belleza del bosque andino patagónico, nuestro personaje anhelaba dotar a esta íntima y solitaria porción del lago de un exótico jardín forestal.

Todo comenzó el 12 de abril de 1902. Aquel ya lejano día, en esta misma bahía de la isla Victoria que ahora nos acoge, a sotavento de los vientos patagónicos, recaló Aarón de Anchorena, el protagonista de nuestra historia, en compañía de Esteban y Carlos Lamarca. Los viajeros de principios del siglo pasado, más allá de su interés por la simple aventura, estaban imbuidos por el ansia de conocimiento de estas zonas recónditas e inhóspitas de su patria. Desde aquel instante memorable, a esta bahía se la conoce como Puerto Anchorena.

En la isla Victoria se abrió así un período en el que prevaleció la búsqueda de utilidades económicas, que nada tenía que ver con la visión que de su entorno poseían sus primitivos pobladores, los indios poyas (tehuelches septentrionales, conocidos también como vuriloches, puelches y, hacia el siglo XVII, mapuches), los cuales dejaron valiosos testimonios artísticos de su permanencia aquí. De ellos habla ya el capitán Juan Fernández en 1620, cuando exploraba en busca de la mítica Ciudad de los Césares. En esa época, Fernández encuentra una importante población aborigen, experta en el arte de la navegación, que llama a la isla Nahuel Huapi, o sea, isla del puma (o del tigre). Sin embargo, el misionero Francisco Menéndez, a finales del siglo XVIII la halla deshabitada, sin explicarse la causa de este abandono.

Anchorena, rico aristócrata, logra el usufructo de la isla Victoria en 1907. En los últimos años había realizado una fuerte inversión: un aserradero, galpones, corrales, tambo, molino y un chalet de dos pisos. Aprovechó las excelentes maderas de sus coihues (Nothofagus dombeyi) y cipreses (Austrocedrus chilensis) como material de construcción. Al parecer, fue necesario talar ¡cuarenta mil árboles! para edificar, en San Carlos de Bariloche, el hotel argentino por excelencia, el “Llao-Llao”, que toma su nombre del que recibe por estos pagos el hongo Cyttaria darwinii, parásito de ramas y troncos de diferentes especies del género Nothofagus; dicho hongo, comestible (en español es llamado pan de indio) y de color anaranjado, allá donde crece desarrolla un enquistamiento, localmente conocido como nudo de coihue, muy utilizado en los trabajos de artesanía de la región.

En sus idas y venidas a Buenos Aires, Anchorena trae consigo plantas y animales para introducir en la isla: faisanes, vacas holandesas, ovejas y ciervos axis. Una de sus muchas ideas consiste en establecer un coto de caza. También instala un astillero, que pone a cargo del ingeniero naval Otto Mühlenpfort, donde se construyen la goleta “Pampa” y los vapores “Nahuel Huapi” y “Patagonia”, de cascos en ciprés e interior de radal.

El control de la isla retorna en 1916 al Ministerio de Agricultura, y en 1924 se potencia el vivero forestal que ya había iniciado Anchorena en los terrenos de su zona central. En 1928 se experimenta con secuoyas traídas de California, y se llega a reforestar el 60% de la isla Victoria, devastada por los incendios y por la sobreexplotación maderera. El 9 de octubre de 1934, la Comisión de Parques Nacionales sanciona una ley que, en su artículo 28, determinaba que “el Vivero Nacional de la Isla Victoria pasa a depender de la Dirección de Parques Nacionales”.

La creación oficial del P.N. Nahuel Huapi data del año 1934, aunque sus orígenes se remontan a una donación al Estado argentino de 7.500 hectáreas por parte del perito Francisco Pascasio Moreno en 1903. Su extensión se estima en 709.890 ha, siendo el segundo parque nacional argentino en extensión después del Parque Nacional Los Glaciares.

El clima se caracteriza por ser templado frío continental, con veranos secos y primaveras e inviernos (entre junio y agosto) pródigos en lluvia y nieve. En el paisaje destacan las montañas y los lagos. De entre sus muchas cumbres sobresalen el Monte Tronador (3.478 m), el Cerro Bonete (2.257 m), el Cerro López (2.076 m) y el Cerro Catedral (2.388 m). En cuanto a los lagos, además del extenso y profundo Nahuel Huapi, con 560 km2 y 450 m de profundidad, están los que siguen: Traful, Falkner, Villarino, Espejo, Correntoso, Ángel Gallardo, Frías, Gutiérrez, Mascardi, Guillelmo, Fonck, Roca, Martín y Steffen.

A orillas del lago Nahuel Huapi se ubica uno de los principales centros turísticos del país: San Carlos de Bariloche. Y en la opuesta, más resguardada y pequeña, Villa la Angostura oficia de centinela del paso hacia la bellísima península de Quetrihué.

Los cuatro ambientes naturales de la zona son los siguientes:
• El alto andino (por encima de los 1.600 metros): La vegetación es rala, compuesta por hierbas de escasa talla adaptadas a los rigores del clima, dominado por el frío, las nieves y el viento. Ahora bien, las flores, a pesar de aparecer en un corto periodo, son sumamente vistosas.
• El bosque andino-patagónico:
- En sus zonas altas es común la lenga (Nothofagus pumilio) que, según la altitud en que medre, adopta una forma erguida o más achaparrada.
- El ñire (Nothofagus antarctica) habita en altitudes muy diversas dentro de la misma latitud. En otoño adquiere bellísimas tonalidades ocres y rojizas.
- El coihue (Nothofagus dombeyi), el árbol que aquí alcanza mayor porte, es de hoja perenne y se extiende, en Argentina, desde la provincia de Neuquén hasta la de Chubut.
- En primavera, infinidad de maravillosas flores: las del notro (Embothrium coccineum), de color rojo púrpura; la mutisia (Mutisia retusa), que recibió su nombre en honor del botánico español –gaditano por más señas- Celestino Mutis; la virreina (M. decurrens), de flores lilas; el amancay (Alstroemeria aurantiaca), que tapiza el sotobosque con sus flores amarillas; y tantas otras.
• El bosque húmedo (en Puerto Blest, la selva valdiviana, con precipitaciones de aproximadamente 4.000 milímetros anuales), con el ciprés de las guaitecas (Pilgerodendrum uviferum), los maniú macho (Podocarpus nubigena) y hembra (Saxegothaea conspicua), el fuinque (Lomatia ferruginea) y el alerce gigante (Fitzroya cupressoides), cuya longevidad puede superar el milenio.
• El bosque de transición: se extiende hacia el este, en condiciones secas, y es un bosque abierto de:
- Cipreses de la cordillera (Austrocedrus chilensis), con muy bellos ejemplares en el Valle Encantado.
- Radales (Lomatia hirsuta).
- Ñires.
- Maitenes (Maytenus boaria).
• La estepa patagónica, entre el Atlántico y los Andes, con vegetación baja adaptada a la sequía, a las bajas temperaturas y a los vientos fuertes. Abundan los coirones, que pertenecen a los géneros Poa, Stipa y Festuca.

Entre las aves, es fácil observar, durante la primavera, a grupos de hermosas bandurrias australes (Theristicus melanopis), las cuales presentan una gran similitud con el ibis sagrado del antiguo Egipto; el cauquén real (Chloephaga poliocephala) destaca en las verdes praderas, con la cabeza y el cuello plomizos, el pecho castaño, la rabadilla negra y el vientre blanco; el gracioso carancho (Polyborus plancus) no desperdicia nada de lo que los turistas le regalan del desayuno del hotel; el tero común (Vanellus chilensis), armado de espolones, defiende con agresividad su territorio; el chimango (Milvago chimango) para, ansioso, en las ramas de los árboles que dan sombra a los vendedores ambulantes de carne a la brasa; el zorzal patagónico (Turdus falcklandii) se distingue por su pico y sus patas anaranjadas; al picolezna patagónico (Pycarrichas albogularis), siempre
confiado, se lo ve trepando por los troncos de los árboles; la gaviota cocinera (Larus dominicanus), por su parte, persigue a las naves que se aventuran por cualquiera de los extensos lagos. Por desgracia, otras de las numerosas especies de aves que pueblan este parque no se cruzaron en nuestro camino.

PARQUE NACIONAL LOS ARRAYANES.
En 1971 se crea el Parque Nacional Los Arrayanes, que, con sus 1.840 hectáreas, tiene la particularidad de estar inmerso dentro de los límites del P.N. Nahuel Huapi. Se sitúa en el suroeste de la provincia de Neuquén, al norte del lago principal del parque. Aunque la distribución del arrayán se extiende por parte de dicha provincia y por el suroeste de la de Chubut, la elevada espesura de ejemplares en esta zona justifica la creación de un espacio natural protegido bautizado con su nombre.

Para acceder al parque tenemos dos opciones igual de sugerentes: o desde el paso angosto que arranca de la villa que toma su nombre del mismo, Villa la Angostura, o desde el muelle que se sitúa en el sur. Por el primero recorreremos un magnífico sendero de 12 km por la península de Quetrihué hasta dar con ellos; por el segundo necesitaremos una embarcación de las que sueltan amarras en el puerto cercano a San Carlos de Bariloche. Una de ellas es precisamente la Modesta Victoria, barco traído pieza a pieza desde Holanda y montado en los astilleros a orillas del lago.

El Parque ofrece dos novedades. Por un lado, la singularidad creada por la naturaleza, un bosque casi puro de arrayanes (Luma apiculata), de la familia de las Mirtáceas. Por otro, lo creado por la mano del hombre, una plataforma de unos 800 metros a base de un entablonado de madera, adaptada al relieve del terreno y al propio monte con escalinatas, que salva al suelo de la erosión provocada por el pisoteo de los visitantes; en suma, una obra de ingeniería de carácter protector que denota el profundo respeto por la vegetación original, por el bosque relicto que protege Quetrihué, que significa “dónde hay arrayán” en lengua mapuche.

El ambiente es mágico. Invade el espacio el color del tronco y las ramas, canela rojizo, que destaca sobre las tonalidades más claras donde se ha desprendido la corteza. Al contemplarse a cierta distancia recuerda al tronco del madroño (Arbutus unedo) o al del árbol de Júpiter (Lagerstroemia indica). El follaje, en contraste, es verde oscuro intenso; sus hojas son gruesas, persistentes, redondeadas, con terminación en punta muy aguda, como una espina. Otros árboles presentes son los cipreses y los ñires. En altura destaca algún que otro coihue (¡qué nombre tan bello!), recortado contra el azul intenso del lago y el blanco de la elegante Modesta Victoria, atracada allá en el muelle.

El sotobosque está constituido por el maqui (Aristotelia chilensis), cuya madera se utiliza para la fabricación de instrumentos musicales, y por la caña colihue (Chusquea culeou), que se emplea en la fabricación de muebles y como planta ornamental en parques y jardines. También son comunes arbustos y herbáceas de flores llamativas como la fucsia (Fuchsia magellanica), la botellita (Mitraria coccinea), el calafate (Berberis buxifolia), la mutisia y el amancay.

El arrayán se desarrolla en un clima templado frío y húmedo, con periodo seco estival. En su hábitat, las precipitaciones anuales rondan los 1.300 mm y el terreno se halla batido por fuertes vientos durante todo el año. En zonas bajas, en las cercanías de los lagos, y en las orillas de los ríos incluso puede crecer parcialmente sumergido en época de crecidas. Su altura oscila entre los 2 y los 12 metros, y su diámetro puede alcanzar los 35 cm. En verano continúa el espectáculo con su profusión de florecillas blancas, que más tarde se convierten en vistosos frutos morados. Son comestibles, y se utilizan en medicina popular como estimulante, balsámico y vulnerario.

PARQUE NACIONAL LOS GLACIARES.
Al suroeste de Santa Cruz, con una super ficie de 600.000 hectáreas, fue creado en 1937 este parque, que en 1981 es declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

Cualquier fotografía que se pueda ver del mismo no se corresponde con la realidad; ninguna de ellas revelará la majestuosidad de los glaciares que se precipitan desde el hielo continental andino. Ni el Perito Moreno, ni el Viedma, ni el Upsala, ni el Spegazzini o el Onelli mostrarán su salvaje belleza en una imagen. Ésta hay que experimentarla, hay que sentir en el rostro el gemido del viento helado que sobreviene de las alturas, detener la mirada largamente y con sosiego en los hielos fósiles que aparecen a cada recodo del lago Argentino. Dicho lago, el más grande de Argentina, fue bautizado así por Francisco P. Moreno debido al color celeste de sus aguas y el blanco de las masas de hielo, tonalidades que le recordaron a la bandera nacional.

Y, entre nosotros, paladear un whisky enfriado con hielo del Spegazzini en uno de los catamaranes que efectúan la singladura es puro placer de dioses, incluso para los abstemios. El agua congelada de antaño, que ahora agitamos en el vaso, ha ido bajando con extremada lentitud con el resto de la masa de hielo del glaciar. Su sonido cuando entrechocan contra el cristal de nuestras copas y el gusto que prestan a nuestra bebida son diferentes… Saben –de verdad- a otra era.

En los confines del parque encontramos uno de los destinos más turísticos de la zona, El Calafate, y más hacia el norte, otra población de gran renombre, El Chaltén, lugar de paso previo si se quieren admirar las brillantes e incomparables paredes rocosas del Fitz Roy (3.405 m), denominado “Chaltén” (la “montaña que humea” o “la montaña azul” en la lengua de los aonikenk o tehuelches meridionales).

Por la zona vimos el lejano vuelo del cóndor andino (Vultur gryphus), y a un distraído polluelo en el nido que cuelga de las rocas que emergen del frío lago Argentino; al flamenco austral (Phoenicopterus chilensis), con su intenso plumaje rosado contrastando con el verde grisáceo de los lagos; al águila mora (Geranoaetus melanoleucus), que, altiva, otea desde los postes que limitan las tierras y sostienen el alambre de espino; y al halcón plomizo (Falco femoralis), posado en los arbustos pinchudos de las estepas.

No todo es agua, hielo y roca. En zonas cercanas a los brazos de los glaciares son característicos los bosques perennifolios de guindo (Nothofagus betuloides), árbol que puede alcanzar los 30 metros de talla. A menor cota se desarrollan las masas de lengas y ñires. Crecen también el canelo (Drymis winteri) y, bajo el dosel arbóreo, el notro y las fucsias. En el parque aparecen asimismo el ciprés de las guaitecas, el ciprés de la cordillera y el coihue.

Más allá, en la estepa arbustiva, prospera el calafate, de cuyos frutos morados un dicho popular asegura que quien los prueba regresa indefectiblemente a la Patagonia.

Por otro lado, en lo referente a la gestión para la conservación del parque, una serie de escalinatas y pasarelas impiden que el frágil suelo se erosione ante el creciente aluvión de visitantes. Hierros, madera y diseño evitan el daño que producirían los centenares de miles de pisadas anuales.Difícil cometido éste de lograr el equilibrio entre el ecoturismo y el impacto ambiental. Con la adopción de las medidas apuntadas, los responsables del parque obtienen, sin duda, una notable calificación.

Y por último, no sé si por la amabilidad de sus gentes, por la belleza de sus paisajes, por ese bosque de araucarias (Araucaria araucana) que no llegamos a ver o quizá por esos deliciosos frutos del calafate que saboreamos, permanece indeleble en nuestro pensamiento el deseo de volver.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

-Bisheimer, María Victoria; Fernández, Eduardo Marcelo (2008). Parques Nacionales de la Patagonia Argentina. Paisajes, flora y fauna. Serie Patagonia. 208 pp.
-Barthelemy, Daniel; Brion, Cecilia; Puntieri, Javier (2008). Plantas de Patagonia. Vázquez Mazzini editores. 239 pp.
-Narosky, Tito; Izurieta, Darío (2004). Aves de Patagonia y Antártida. Vázquez Mazzini Editores. 143 pp.
-Beccaceci, Marcelo D. (Editor) (2003). Guía de Campo Patagonia y Antártida. 43 pp.
Costa, María Cecilia; Punta Fernández (2009). Guía de Flora y Fauna, Parque Nacional Los Glaciares. Edita Vicente López. 22 pp..

Artículo completo con fotografías (páginas de la revista) “Reportaje fotográfico: Patagonia argentina:jardines del fin del mundo.”
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