La desertificación: el otro cambio climático.
Andrés Martínez de Azagra Paredes, Catedrático de Escuela Universitaria, Unidad Docente de Hidráulica e Hidrología, ETSIIAA (Universidad de Valladolid).
De un tiempo a esta parte se habla y se escribe mucho sobre el cambio climático producido por la emisión de gases de efecto invernadero. Pero la verdad es que no sólo contaminamos el aire sino que estamos degradando el suelo de forma vertiginosa con nuestro desarrollismo insostenible. Y este proceso de degradación, la desertificación, también redunda en el clima. Vamos a tratar de reflexionar sobre esta importante cuestión en este artículo.
INTRODUCCIÓN.
La desertificación es un proceso complejo de deterioro de un lugar, que reduce su productividad y el valor de sus recursos naturales. Se produce bajo condiciones climáticas áridas, semiáridas o subhúmedas secas. Puede originarse por sucesos meteorológicos desfavorables (sequías pertinaces, lluvias torrenciales) o por actuaciones humanas adversas (roturaciones, sobrepastoreo, incendios, urbanizaciones). Como consecuencia de la desertificación, los suelos se degradan, pierden su fertilidad, se erosionan, se encostran, se salinizan, etcétera, con lo que dejan de poder sustentar a su biocenosis original.
La problemática social y económica, amén de la ecológica, que suscita la desertificación trasciende el enfoque regional o nacional. Los ecosistemas secos ocupan el 41,3% de la superficie terrestre, y en ellos vive el 34,7% de la población mundial. En las últimas décadas, la degradación de estos ecosistemas, en parte exacerbada por sequías extremas, ha alcanzado niveles alarmantes, sobre todo por sus consecuencias sociales de pobreza y de migración. Una tercera parte de la superficie terrestre está amenazada por la desertificación. Más de 110 países están afectados por el problema, entre ellos los países del Mediterráneo y –muy especialmente– España.
El mapa de la figura 1 ha sido elaborado en el Programa de Acción Nacional de Lucha contra la Desertificación (PAND) perteneciente al Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino. Para su obtención se han considerado cuatro factores diferentes que inciden en el proceso de la desertificación: la aridez, la erosión, los incendios y la sobreexplotación de acuíferos. El resultado no puede ser más elocuente: unos diez millones de hectáreas presentan un riesgo de desertificación alto o muy alto en España.
La Convención de las Naciones Unidas Contra la Desertificación (UNCDD) fue promovida para abordar esta problemática. Hoy en día son 193 los países que se han adherido a la misma, entre ellos, España. La UNCDD proporciona un marco institucional adecuado. Sin embargo, la necesidad de un conocimiento científico y técnico que permita orientar y resolver el problema es cada vez más acuciante. Se precisan métodos, herramientas, programas y medios para luchar contra la desertificación. La concienciación social y la voluntad política son también imprescindibles. En el asunto del cambio climático parecemos estar mentalizados (BRAVO et al., 2007); pues bien: la desertificación es el otro cambio climático, y es tan grave o más que el primero.
¿CUÁNDO ESTÁ UN ECOSISTEMA PREDISPUESTO A SER DESERTIZADO?
Se pueden utilizar distintos índices o criterios para contestar a esta pregunta, como son los cuatro factores utilizados para confeccionar el plano sobre riesgo de desertificación en España. Pero la respuesta más directa y clara se obtiene fijándonos en un único parámetro: la infiltración. Un ecosistema está predispuesto a ser desertizado cuando tiene una baja capacidad de absorber (infiltrar) agua. El factor desencadenante de una desertificación suele ser una precipitación intensa (o umbral), que es tanto más baja y más probable cuanto más deteriorado esté dicho ecosistema. El hombre suele estar detrás del problema. En la mayoría de los casos habrá actuado previamente de forma perniciosa contra el ecosistema (roturaciones, incendios forestales, sobrepastoreo, sobreexplotación de la tierra, riegos inadecuados, compactaciones, urbanizaciones, asfaltados, etcétera).
La desertificación (o desertización, que es lo mismo1) se manifiesta en muchas ocasiones de forma súbita, discontinua y paroxística tras periodos de lluvia intensos. Una tormenta de alta intensidad puede bastar para deteriorar una ladera (o una región entera) de forma irreversible arrastrando su tierra fértil hasta la llanura e inundando las márgenes fluviales y las vegas con peligrosas corrientes de barro. La desertización se produce en muy poco tiempo, aunque la enfermedad la lleve gestando el ecosistema largo tiempo. Se trata de un proceso de degradación que puede estar avanzando sigilosamente hasta que un día se manifiesta de forma inequívoca (al igual que una grave enfermedad).
1. Por mucho que se empeñen algunos autores en hacer sutiles distingos, ambos términos deben considerarse sinónimos. Es así como lo refleja el Diccionario de la Lengua Española (DRAE). Desertificación es un vocablo joven, de nuevo cuño, recogido por primera vez en la última edición del DRAE (año 2001). Proviene de la literatura científica francesa e inglesa. Su origen lo encontramos en un libro de André AUBRÉVILLE (1949), un importante botánico forestal francés. Pero con anterioridad, en España ya se utilizaba el término desertización con similar sentido. Léase, por ejemplo, al geógrafo Emilio HUGUET DEL VILLAR (1921) para salir de dudas.
CICLO HIDROLÓGICO.
Siempre es bueno recordarlo: El ciclo del agua está formado por cinco componentes principales. El agua de lluvia (primera componente: la precipitación, P) puede seguir cuatro caminos: ser interceptada por la vegetación (It), ser infiltrada por el suelo (I), ser evapotranspirada (evaporación más transpiración) (Ev) o escurrir superficialmente ladera abajo (Es) (véanse la figura 2 y la ecuación 1).
P = It + I + Ev + Es [ec. 1]
Junto con la precipitación, la infiltración (I) es la componente clave del ciclo hidrológico, puesto que regula los flujos y destinos del agua de lluvia en la Tierra. Es la que hace posible la vida de las plantas (y con ello, de toda la biodiversidad que albergan dichas plantas), la que alimenta los acuíferos y manantiales, la que controla la escorrentía, la que atenúa o acentúa la erosión hídrica y la que explica la mayor parte de los procesos de desertificación. Pero, paradójicamente y debido a la complejidad del proceso, la infiltración todavía no ha sido comprendida ni matematizada de forma satisfactoria hasta la fecha. Buena prueba de ello es que coexisten en la actualidad más de una docena de modelos de infiltración diferentes (Green & Ampt, Kostiakov, Horton, Mezencev, SCS, Philip, Holtan, HEC, Ahuja, Singh & Yu y un largo etcétera) y que todos ellos han de ser calibrados de manera reiterada (porque, de lo contrario, se desajustan a cada paso) (MARTÍNEZ DE AZAGRA et al., 2006 a).
¿PUEDO CONOCER QUÉ RIESGO TIENE UN ECOSISTEMA?
Por un simple análisis dimensional y sin llegar a definir un modelo de infiltración preciso, se pueden deducir tres coeficientes que sirven como indicadores de la salud de un suelo (por ejemplo: la porosidad relativa, es decir, el cociente entre la porosidad superficial y la porosidad interior del suelo). Valores de estos índices superiores a la unidad reflejan un buen estado de salud, una buena capacidad de infiltración del suelo (es decir: una buena capacidad de absorber agua y de aprovecharla). Por el contrario, valores inferiores a la unidad denotan un mal estado en la salud física del suelo, lo que debe servir de aviso para mejorar el manejo de dicho suelo. Así mismo, existen dos índices adicionales, que explican el sellado y la formación de costras en la superficie del terreno. Suelos desnudos (por ejemplo: recién labrados) son propensos a formar estos encostramientos, que resultan perniciosos, pues reducen la infiltración, favorecen la erosión superficial y dificultan la germinación de las semillas. Algunos suelos, especialmente los limosos, son más propensos a degradarse formando estas costras super ficiales, lo que puede terminar desertizándolos gravemente. Estos cinco coeficientes adimensionales permiten profundizar en la comprensión del fenómeno (MARTÍNEZ DE AZAGRA et al., 2006 a) y deben ayudar a prevenir el problema antes que a lamentar sus consecuencias.
EL PARADIGMA DE LA OASIFICACIÓN.
La oasificación, término opuesto al de desertificación, persigue revegetar un terreno degradado aprovechando su propio deterioro, recolectando el agua, el suelo, los nutrientes y las semillas que tiende a perder en los lugares donde más interese, es decir: en donde se vaya a realizar la plantación o siembra. Esta es la mejor manera de revertir el temido proceso de la desertificación. Oasificar supone combatir la escorrentía, promover la infiltración y aumentar la disponibilidad hídrica del suelo; por el contrario, inducir la escorrentía desertiza un territorio, lo degrada, erosiona y empobrece.
La oasificación se produce de forma natural en los ecosistemas, de manera lenta pero segura, siempre y cuando se encuentren en condiciones de progresión o estabilidad. La acumulación de hojarasca, juma o pinocha sobre la superficie crea suelos esponjosos y permeables. Los residuos vegetales terminan convirtiéndose en materia orgánica con un alto poder para mejorar el suelo, para aumentar su capacidad de infiltración.
¿CÓMO SE CURA UN ECOSISTEMA DESERTIZADO?
La restauración de una ladera, es decir, su curación, suele requerir mucho tiempo (más de 100 años en climas áridos y semiáridos), ya que la vegetación crece con lentitud en lugares pobres en agua y suelo.
La idea básica es bien sencilla. Consiste en no permitir pérdidas de agua por escorrentía superficial ni durante los chubascos más copiosos: que todo lo que llueva se aproveche. Esta estrategia no es nueva en modo alguno. Las personas de campo (es decir, las menos) la conocen bien. Tanto en el sector agrícola (en olivares, viñedos, almendrales, algarrobares…) como en el sector forestal (en las denominadas restauraciones hidrológico-forestales) se han venido realizando labores tradicionales que propician este proceso: perfilado de microcuencas, acaballonados, aserpiados, abancalados, aterrazados, etcétera. La novedad radica en que ahora se puede cuantificar el proceso de la recolección de agua (MARTÍNEZ DE AZAGRA et al., 2006 b), con lo que las preparaciones del suelo pueden ser más precisas y acertadas. A su vez, los modelos hidrológicos actuales permiten simular las consecuencias de la acción humana sobre el medio.
El cometido de restaurar terrenos degradados es complejo, lento, incierto y suele estar muy mal pagado. Bien al contrario, degradar terrenos es sencillo, rápido, seguro y suele ser muy lucrativo. Al respecto, merece que destaquemos la premonitoria opinión de Joaquín María CASTELLARNAU (1933): “Por voluntad de un ministro de Obras Públicas se podrá cruzar de carreteras y ferrocarriles todo el territorio nacional sin que quede un palmo libre; pero niego del modo más rotundo que un ministro de Agricultura, con todo el cuerpo de Ingenieros de Montes a sus órdenes, tenga poder bastante para poblar de árboles una sola hectárea de yermo, si los árboles se niegan a ello.”
La construcción de bosques (es decir: la labor repobladora), aunque parezca empresa imposible, puede resultar sorprendentemente exitosa (aun en los lugares más insospechados) si se acomete con medios, conocimientos y tesón. La histórica repoblación de Sierra Espuña en Murcia, iniciada a finales del siglo XIX por José MUSSO MORENO, así nos lo enseña a los forestales. Sobre unos suelos raquíticos, pedregosos y aridísimos se construían a mano cordones de piedras (denominados diques de reconstitución) siguiendo curvas de nivel, con un coste aproximado de diez céntimos (de peseta) el metro lineal. Al mismo tiempo, se reunía con azadón algo de la escasa tierra apoyándola sobre el dique de reconstitución, y en tal lugar ‘privilegiado’ se plantaban los brinzales (CODORNÍU, 1900). Esta técnica de preparación del suelo puede parecer totalmente obsoleta en nuestros días, tan técnicos y mecanizados, pero no es así, pues acaso se trate del mejor sistema para combatir el cambio climático y el paro al mismo tiempo.
DESARROLLO SOSTENIBLE Y DESERTIFICACIÓN.
A lo largo de la historia y por desgracia, hombre, progreso y desertización han formado un trinomio frecuente en gran número de civilizaciones. El hombre, con su actividad y progreso, compacta, apelmaza, impermeabiliza los suelos; en una palabra: los desertiza. Urbanizaciones y carreteras, con su hormigón y asfalto, son claros exponentes del proceso. La asfaltización es una forma de desertificación que altera el microclima (y el macroclima, si afecta a grandes extensiones de territorio, como es el caso en la actualidad). Estamos alicatando, solando y asfaltando buena parte del territorio. ¿Se trata de un crecimiento racional y sostenible o –por el contrario– empieza a ser exagerado e irreversible?
También la actividad agrícola y ganadera puede degradar los suelos si no se realiza de forma cabal: conviene saber que la maquinaria pesada (tractores, cosechadoras, empacadoras, etc.) compactan el terreno; a su vez, las sucesivas labores con un mismo arado generan una suela compacta de labor en profundidad (a 20–30 centímetros de profundidad). Los rebaños de ovejas y cabras apelmazan con sus pisadas, en especial cuando los suelos están húmedos y si la carga ganadera es muy elevada. Los suelos desnudos (los barbechos sin vegetación) tienden a formar con la lluvia unas costras en superficie, igualmente impermeables. Todos estos procesos parecen corroborar la frase lapidaria del escritor y político francés CHATEAUBRIAND: “Los bosques preceden al hombre, y los desiertos le suceden”. Lo preocupante del asunto es que ahora nos encontramos inmersos en uno de estos ciclos, pero esta vez a escala planetaria.
CAMBIO CLIMÁTICO Y DERERTIZACIÓN.
Seamos realistas y sinceros de una vez: El cambio climático no sólo se debe a la modificación de la composición del aire atmosférico (por aumento de los gases con efecto invernadero). La modificación del ciclo del agua por reducción sustancial de la infiltración genera, en un principio, un cambio del microclima en el lugar donde se haya producido la impermeabilización del terreno. Si esta modificación afecta a grandes extensiones (como ocurre actualmente), el cambio deja de tener un carácter puntual (local) y pasa a afectar al mesoclima y al macroclima. Basta con concebir un caso extremo para visualizar el fenómeno: si terminamos asfaltando toda la Península Ibérica el clima de ésta se verá claramente alterado sin necesidad de que intervenga el efecto de los gases invernadero. Surge así una pregunta inmediata e inquietante: ¿Qué superficie máxima podemos impermeabilizar y compactar sin alterar el clima?
A MODO DE RESUMEN.
Oasificar supone combatir la escorrentía; por el contrario, inducir la escorrentía desertiza un territorio.
Desertificar es fácil; oasificar, difícil.
La oasificación de una ladera desertizada es posible mediante acertadas técnicas de preparación del suelo y la plantación (o siembra) de especies adecuadas al lugar. Se trata de una tarea lenta, ajena al ajetreo que llevamos hoy en día en las ciudades. La vegetación que se implanta tras las labores crece lentamente y tarda muchos años en desplegar su labor benefactora de protección del suelo y de consolidación del ecosistema.
Por el contrario, la desertificación suele ser un proceso rápido, que se manifiesta en un lapso de tiempo corto: desde unos meses a unos pocos años. Como caso extremo, puede surgir de la noche a la mañana, tras unas lluvias de alta intensidad y larga duración. Pero para ello, previamente y siempre, el ecosistema ha de estar predispuesto a ser desertizado por la acción del hombre, o por otras plagas, enfermedades o incendios.
La desertificación de amplias regiones induce un cambio climático sin necesidad de que esté actuando el efecto invernadero.
Quisiera concluir este artículo con un aforismo que resume muy bien el tema tratado:
“Si quieres agua, planta árboles si quieres barro, rotura el monte si quieres vino, planta vides y si quieres dinero, asfalta, asfáltalo todo.”
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