Un poco de seriedad, por favor.
José María Gil Sánchez, Doctor en Ciencias Biológicas.
Tras leer el artículo publicado en el ejemplar n.º 42 de la revista Foresta, titulado “Sacrificio de rentas cinegéticas causadas por las medidas de conservación de rapaces protegidas en terrenos declarados Zona de Especial Protección para las Aves”, firmado por Jesús Alcanda Vergara, permítanme mostrar mi más inmenso estupor como profesional dedicado a la conservación y gestión de la fauna amenazada.
El autor pretende, por medio de una aproximación simplista, algo así como calcular el impacto negativo de las aves rapaces sobre la economía cinegética (por cierto, el título es desafortunado, pues todas las rapaces están protegidas en España). En primer lugar debo destacar que el funcionamiento de los sistemas depredador-presa es objeto de una ardua investigación científica, con resultados dispares según el escenario, pero que, ante todo, se trata de un problema tremendamente complejo y difícil de abordar. No es algo tan simple como exponer lo que uno cree que consume una especie concreta y luego extrapolar la inferencia mediante la cuenta de la vieja. Para estimar el impacto de depredación no sólo hay que exponer lo que se extrae, sino que la cifra objetivo es en realidad el porcentaje que se consume de lo disponible en el medio. Por ejemplo, si una pareja de águila real consume al año 125 conejos adultos (dato asumido por Jesús Alcanda Vergara), y campea por un área de 8.000 ha (de nuevo, según Jesús Alcanda Vergara), y si en esa área hay una densidad de conejos cinegéticamente rentable, por ejemplo de 10 conejos/ha (cifra muy modesta para cotos conejeros), la pareja comensal consumiría el 0,15% de los conejos: ¡menudo impacto para la renta cinegética! Pero ésta es también una aproximación simplista e incorrecta (aunque mejor, sin duda). En realidad, los impactos de depredación deben estimarse sobre la producción neta de la presa, y esto tan sólo se puede conseguir mediante complejos modelos estadísticos, donde se incluyen las tasas de mortalidad y el éxito reproductor, parámetros a su vez condicionados por la edad y el sexo. Es más, los cálculos deben estar fundamentados en estudios profundos sobre la dieta del depredador (por ejemplo, en la Península Ibérica hay muchas parejas de águila real que no consumen conejos) y su biología espaciotemporal (de lo que existe menos información). Pero es que la cosa se complica todavía más: al cálculo se debe añadir el papel de los depredadores como elementos moldeadores de las presas, como potenciales reguladores de epidemias (por ejemplo, eliminando conejos mixomatosos o con EHV), y como reguladores de la propia depredación. Esto último es especialmente relevante en el caso de las grandes rapaces, como el águila real, porque esta especie es una consumada depredadora de zorros, así como de garduñas, meloncillos y alguna especie más de pequeños carnívoros y grandes ofidios; basta revisar la bibliografía científica disponible. Entonces, ¿cómo se calculan los conejos que han dejado de matar los cinco zorros que a su vez puede matar una pareja de águilas reales al año? Podríamos hacer de nuevo un ejercicio y decir que cada zorro mata 125 conejos adultos al año, que serían 625 conejos para los cinco zorros: ¡luego la pareja comensal de reales nos sale rentable! Sobre todo teniendo en cuenta que la Administración no deja sembrar el campo de veneno (aunque es una práctica muy extendida) y que los lazos se autorizan con tope o no se permiten, según la Comunidad Autónoma competente (aunque también es una práctica muy extendida). Evidentemente, esta última aproximación de los 625 conejos es una sandez, pero ilustra bien la inutilidad del ensayo de Jesús Alcanda Vergara, por muchas fórmulas que lo adornen. Y, entiéndanme, no estoy defendiendo que la depredación no tenga efecto alguno en las rentas cinegéticas. Sólo pretendo transmitir que las líneas publicadas en el número 42 de Foresta son del todo incorrectas y desafortunadas. Hay una rama de las Ciencias Biológicas, la Ecología, que se encarga del estudio de las tremendamente complejas relaciones de los seres vivos entre sí y con su medio, desde el individuo hasta la comunidad. Y para ejercer como ecólogo (no confundir con el término ecologista) tienes que cursar una formación académica superior concreta, tal como para ejercer de estomatólogo debes cursar otra y así sucesivamente. No quiero pecar de corporativismo, sólo enfatizar la necesidad de una preparación adecuada para abordar el problema en cuestión. Si se desconoce, por ejemplo, el modelo de Lotka-Voltera de depredador-presa, o el estimador de Mayfield para cálculos de supervivencia, o los polígonos Kernell para determinar áreas de campeo, etc., no te metas en camisas de once varas, que ya tenemos bastante con esos bien intencionados -o no- aficionados que tan alegremente sientan cátedra en las revistas venatorias. A fin de cuentas, la caza, al contar con una legión de aficionados, es como el fútbol, donde todos tenemos derecho a opinar y, lo que es popularmente aceptado, saber más que el entrenador nacional.
Porque el ensayo aquí criticado es un ejercicio notablemente grave e irresponsable por aportar erróneos fundamentos técnicos, dirigidos a un sector social de notable impacto en el medio natural. Las aves rapaces se encuentran protegidas sobre todo por su delicado estado de conservación, establecido según criterios científicos internacionalmente consensuados. Y están fastidiadas en parte por los tiros y los venenos de ciertos gestores cinegéticos (y no me cuenten cuentos sobre el carácter de excepcionalidad) que basan sus acciones en justificaciones sin fundamento y en general inapropiadas, dentro de las que se incluirá a partir de ahora, por desgracia, lo expuesto por Jesús Alcanda Vergara. ¡Enhorabuena!,lo que le faltaba al oscuro panorama de la conservación de la fauna ibérica son argumentos pseudo-científicos que embauquen con sus florituras a las buenas gentes. Ante todo es necesaria la seriedad profesional, que los gestores se dediquen a gestionar, los científicos a investigar y los más interesados, los propios cazadores, a solicitar a la Administración que coordine a ambos sectores y fomente líneas de trabajo útiles y consensuadas. Pero en cualquier caso, por encima de intereses económicos individuales están las leyes, las cuales amparan a todas las aves rapaces dentro y fuera de las ZEPA. Y da igual si un águila se come uno o cien conejos, pues eso es lo que ha hecho su especie mucho antes de que los montes se llenaran de mallas cinegéticas y tablillas, y antes de que la caza, que aquí es una actividad meramente lúdica, se convirtiera en una actividad comercial artificializada hasta extremos moralmente dudosos y ambientalmente insostenibles. Por desgracia, porque es un hecho indiscutible que la caza deportiva ha sido y es un elemento clave para la conservación de los espacios naturales. Por último, ya que mencionamos la economía rural, quiero recordar que en España se encuentra en auge el turismo ornitológico, con gente que viene del extranjero a las ZEPA a dejarse los cuartos por ver una pareja de águilas reales. Tal vez estaría bien realizar otro ejercicio básico de renta ambiental al respecto, es algo más sencillo que no implica recurrir a la compleja ciencia de la Ecología. Tengo la fortuna de trabajar en la sierra de Andújar, municipio capitalidad de la montería, tal como reza un cartel que acompaña a un monumento local, y les aseguro que cada vez se llenan más plazas hoteleras con gente armada sólo de prismáticos.
El funcionamiento de los sistemas depredador-presa no es algo tan simple como exponer lo que uno cree que consume una especie concreta y luego extrapolar la inferencia mediante la cuenta de la vieja. Los impactos de depredación deben estimarse sobre la producción neta de la presa, y esto tan sólo se puede conseguir mediante complejos modelos estadísticos, donde se incluyen las tasas de mortalidad y el éxito reproductor, parámetros a su vez condicionados por la edad y el sexo. Es más, los cálculos deben estar fundamentados en estudios profundos sobre la dieta del depredador y su biología espacio-temporal. Además, al cálculo se debe añadir el papel de los depredadores como elementos moldeadores de las presas, como potenciales reguladores de epidemias y como reguladores de la propia depredación.
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